DESPEDIDA DE UN NOTARIO
SUMARIO
1) DESPEDIDA DE UN NOTARIO
2) CAPÍTULO 12 DE THE SWIMMING MUMMY
1) DESPEDIDA DE UN NOTARIO
El antepasado un lunes un grupo de buenos amigos han agasajado en La Mundiña al notario Enrique Rajoy con su última comida, no, miento, con la última buena (a base de marisco, sanmartiño y esas cosas). Queriendo corresponder a todo el colectivo por su estupendo compañerismo que no ha dejado de sentir en todo momento, les dedica estas líneas:
NOTARIOS, POETAS, Y NOTARIOS-POETAS
¿Estáis de acuerdo con la frase de Flaubert? “Todo notario
lleva dentro de sí los escombros de un poeta”. Su modelo es León Dupuis, el
amante de Madame Bovary. Clerc de Notaire (oficial aspirante), protagoniza
la escena de la consumación del amor en carroza, la cual deducimos de la mano
colgante de Emma. Tras su grimoso suicidio, el novelista confirma lo pobre
hombre que era su marido, Charles Bovary: “Oh, qué pena, a Emma le hubiera
encantado saber que llegó a notario”.
Pasemos un listado de notarios poéticos y notarios
prosaicos.
Las habéis pasado canutas con la oposición, no así Gaspar de
Gricio, el notario de Isabel la Católica, que fue enchufado por su hermana, la secretaria
Real Beatriz Galindo, La Latina. Le correspondió la autorización del
testamento de la Reina y fue horrible: 19 folios al pie de las sábanas entre
cirios y fisgoneo de dignatarios. Docenas de interlineados, sobre raspados,
tachados, etc. Ved la cara que tiene en el cuadro de Rosales del Prado. Menos mal que fue del tipo
Cerrado y de inmediato de envolvió con cuerdas y sellos.
Un famoso notario, Michelangelo Buonarroti, lo tuvo más
difícil. El precio que pagó por acceder al notariado fue el haber pintado el Juicio
Final en la Capilla Sixtina. Le llevó cinco años en que le pasó de todo:
ceguera, caídas de andamio, etc. El papa, Paulo III, le pagó mil ducados, pero
como no tenía suelto, le concedió el peaje del transbordador sobre el río Po en
Piacenza. Lo malo es que era compartido con el hijo del papa, Pierlugi
Farnesio, un tipo que violó al obispo de Fano en la propia catedral. Buonarroti
estaba aterrorizado. El Papa accedió a
cambiarle el peaje por la notaría de Rímini, algo que le encantó. El arte para
él no valía demasiado “mejor sería dedicarse a hacer cerillas”; en cambio
conservamos algunas minutas notariales de más de mil. Ya desde su primera notaria, en Florencia, tuvo muy claro que una sola escritura equivalía a una Sixtina. Y no cuesta tanto esfuerzo; bueno, algunas sí, ahora que lo pienso.
Le toca a la notaria Da Vinci. La de ser Piero, el padre de Leonardo, fue de las más acreditadas de Florencia. Su signo notarial es tenido por el más complicado de la Historia: tres anillos con diamante, entrelazados con hojas de roble. Leonardo, aunque ilegítimo, fue criado en la casa e incitado en vano a estudiar leyes. Pero aprovechó el signo de su padre, no solo en las cenefas de roble que decoran el palacio Sforza, Milán, sino también en su cuadro La Belle Ferroniere (la bella Ferreira). Tres vueltas lleva al cuello, y un diamante en la frente. Fue amante de Francisco I de Francia, pero la fama se la debe a su marido. Como no llevaba bien los cuernos, se contagió a propósito de la sífilis, que, tras pasar por el conducto reglamentario, amargó los últimos años del monarca.
Volvamos a los españoles, Gaspar de Peñalosa fue un notario
algo bruto. En su Segundo Viaje, Cristóbal Colón le requirió Acta de Notoriedad
para acreditar que Cuba era Japón y que por allá andaba China. O eso o no
le renovaban el crédito. Los testigos juraron bajo advertencia de que, al que se
desdijera, se le cortaría la lengua y, si fuese plebeyo, de propina 100
latigazos. La única víctima fue un cura gallego al que nada más que se le condenó a muerte. Se consideró una gran crueldad que se le negasen sus ultimas voluntades: una taza de Ribeiro había pedido el pobre.
Siguiendo en lo colonial, Hernán Cortés obtuvo la notaria de
Azua, pero como sólo tenía cuarenta potenciales clientes (los encomenderos
españoles, los otros vivían en el neolítico y no hacían ni un poder para pleitos), se pasaba el día pescando doradas. Matará el aburrimiento
lanzándose a la conquista de México. Moraleja a veces, las notarias de entrada son para volverse loco.
Y, de postre, tres pseudo notarios modernos. El presidente
Azaña había sido letrado de la Dirección de los Registros y el Notariado y participó en cuatro tribunales de
oposiciones a notarías. “¡Que horrendo espectáculo -escribe-, no saben expresar
ni sus cortas nociones, amanerados, vomitan esa bazofia de apuntes sin darse
bien cuenta de lo que dicen”. Vale, pero ¿y esos políticos que sumieron su País en un mar
de odio y cementerios bajo la luna? Notario y presidente, Arias Navarro fue el
del lacrimoso “Franco ha muerto”, inconsciente quizá de que el muerto hubiera
sido él, si no lo apartan. Conozco otro presidente que pudo ser notario, pero se pasó al
enemigo en cuando descubrió eso de las Oposiciones entre notarios. “Si se entera
mi padre, no me deja en paz”, afirmó con aplomo.
En fin, aunque sean escombros, conservad si podéis al menos
los de Poeta.
2) THE SWIMMING MUMMY (CAPÍTULO 12)
12.-BOULOGNE, RUE DE LA BALANCE
Días después Kabis
estaba desayunando en Chez Gargantua, un delicatesen asomado al campo de Marte
donde se toma chocolate con empanadillas de manzana. El agente, que llegó con
retraso, observó como ya habían servido, dos mesas más adelante, sendas tazas a
Petit y a Brugsch (ya era oficial su nombramiento como subdirector del
Service). El nuevo subdirector era un tipo nervudo, de gran mostacho, que
contrastaba con la energética fragilidad, algo flácida, de Petit. Kabis tuvo
que golpearse la frente para desalojar un pensamiento asaz estúpido: ¡le
estaban empezando a parecer que Petit tenía algo especial y no sabría decir
qué! “Vaya forma de empezar el día. A ti lo que te vuelve loco son ciertos
brazos regordetes y el embriagador perfume de un sobaco ¡Perdón Zarifa, perdón,
perdón!” Es esta calima de agosto. Por suerte se aproxima el día en que nos
volveremos a Egipto. Ya va siendo hora. Después de todo, ha resultado
agotador”.
—¡Garçon, un
chocolat!
Tan pronto hubo
hecho la comanda Kabis inició el gesto de levantarse para avisar de su
presencia a sus compañeros. Es lo mínimo ¿no? De hecho, ya había apoyado las
manos en los brazos del sillón, cuando, algo que escuchó, lo dejó petrificado.
Le pareció que Brugsch y Petit criticaban al SASA. Oído lo cual, Kabis abandonó
su educado propósito de dar a conocer su presencia. Giró con el culo su sillón
de mimbre y se colocó de refilón, medio-tapándose la cara con las ramas de un
ficus. Luego, extrajo su libreta Heracles y se dispuso a escribir todo lo que
escuchase. En estos casos (cuando se ataca al kedive u otras oficinas
egipcias), sí es de recibo el estiramiento de orejas…
—... el SASA opera
al revés que cualquier servicio secreto del mundo —estaba explicando Petit
mientras cogía con vehemencia la manga de Brugsch—: Me explicaré: imagínese que
usted es un licenciado en criminología por la Sorbona, un detective que ha
desvelado varios casos de fama mundial, que domina varios idiomas...
Brusgsh, algo
despistado del curso de la conversación, replicó:
—Ah, es como el
problema de los antípodas de Nueva Zelanda, que andan de cabeza, ¿algo así?
—Bah, en serio
—reconvino Petit a Brugsch—; lo que le quiero explicar son las causas del
nombramiento del capitán Kabis para el affaire Marie Latour. El verdadero
motivo por el que se seleccionó a semejante torpe es que el kedive no quiere
que la verdad resplandezca. Se finge que se investiga ¡faltaría más!, pero se
tiene la firme esperanza de que todos los esfuerzos, desgraciadamente, resultarán inútiles. Caso contrario el residente
británico montaría en cólera y, al día siguiente, los cairotas nos desayunaríamos
con los Royal Marines llamando a la puerta de Babilonia. Tenga en cuenta que la
muerta es nieta o algo así de un miembro de la cámara de los Lores. Pero si el
encargado de la pesquisa es Kabis, puede estar seguro de que el culpable
resultará ser Moisés, o Ramsés, o las ranas, o la plaga de las langostas…, ji,
ji, ji… A François Latour, para lavar su imagen de cara a la galería, el kedive
le ha concedido: a) el grado de gran oficial de la orden de Médjidiéh; b) el
título de Bajá y c) ¡pásmese!: una mansión de lujo en Boulogne-sur-Mer.
Kabis anota en su
cuaderno Heracles: “1) Soy idiota. 2) En Boulogne está la clave. 3) Ir allí”.
—En todo caso,
supongo que el feminicidio ha puesto un poco más de plomo en sus alas. Porque
esta vez sí, ¿verdad? Esta vez el cese es seguro
—La cesación de la
vida, bien sûr —aclaró Petit—. Entre usted y yo, según el doctor que le trata,
le queda un mes. Isis a quien vendrán muy bien las mercedes kedivales, heredará
la casa de Boulogne. Se habla de que piensa dotarla; los favores de nuestro buen
Ismail son inagotables. Como le dije antes, solo así se explica que envíen al
inútil de Kabis a investigar el asesinato de su mujer y al asesino le pongan
casa y servicio. Ese poli acabará la investigación con las manos tan vacías
como la empezó y en cuanto a lo de encontrar la pirámide secreta… Bueno, bueno,
bueno, el cabezón es capaz de encontrarla en un iglú del Polo Norte. Ji, ji,
ji.
“El que reirá al
final seré yo -no replicó Kabis-. Veremos si encuentro las pruebas. Paciencia. Urgente: viaje a Boulogne -escribió tan
fuerte que rasgó el papel cuadriculado-. ¿Cómo no me había dado cuenta antes?
En Egipto se registraron minuciosamente todos los sitios latourianos sin
encontrar ni rastro de sus secretos. Ahora resulta que el verdadero escondite
está aquí, en la dulce Francia”.
—Lo que me reconcome
—dijo el boche estirándose las guías del bigote— es que al otro, al siniestro,
lo ha nombrado también algo, Visir o Effendi o algo así. A pesar del escándalo
¡y que no paró de correr hasta que llegó a Méjico!
—Gipini había ido a
Egipto a invitarlo a visitar la Expo en misión personal del presidente de la
República —aclaró Petit—. El Kedive ha conseguido en París un buen crédito de
la Banca Rotchild que le permitirá sobrevivir un par de años más a la bancarrota.
Está agradecido y ¿a quién se lo agradece? A ese estirado.
—¿Dónde está ahora?
—preguntó el alemán con la boca llena, mientras una nevada de migas de
empanadilla regaba el cogote de Kabis (que sentía la creciente sensación de que
había sido detectado).
—Estaba furioso
—respondió Petit—. Marie le había engañado. Le pidió, a cambio del secreto de
la pirámide, un vestido impresionante, dos pasajes en el Mongolia y 15.000
francos en billetes pequeños. Pues bien, una vez que tuvo el precio en su
poder, Marie se negó a abonar su parte: el ostraka. Le estafó, así de sencillo.
Como a un marsellés. Con decir que tuve que adelantarle 1000 francos esa misma
noche. Estaría furioso, le entrarían ganas de matarla. Lo peor, el escándalo
podría arruinar su carrera. Si quedas como un tonto, no entras en la elite.
Coincidió que su mecenas, López, le había ofrecido una nueva misión en Méjico.
Cierto, implicaba que se perdería la Expo y, más doloroso aún, que tendría que
aplazar sus aspiraciones al Instituto, pero ya sabe cómo es este
Gastón-Camille-Charles, la capacidad que tiene de entusiasmarse: “Asunto de
extraordinaria importancia: Adán y Eva criollos, jeroglíficos aztecas,
pirámides de Tenochtitlan, dinero a espuertas” —Petit, que imitaba a la
perfección el acento acariciante de Gipini, se encontró a si mismo sumamente
gracioso—: Ji, ji, ji.
—¿No creerá usted
que tuvo algo que ver en la cosa, herr assistent?
—¿Gipini? ¡Bah!,
circula el rumor de que el culpable fue François (en algún despacho están las
pruebas, pero dejémoslo en eso, en un rumor) —Petit no se responsabilizó de
esta opinión, algo significativo—. Latour quería evitar que la pendona le
pusiera en evidencia en la Expo. Cuando Gipini la proveyó de medios, firmó su
sentencia de muerte si es que me entiende lo que quiero decir. La moza no queda
libre de culpa: tenía sus cosas: ¿Cómo tuvo la osadía de pretender la
sustracción a Egipto de su máximo logro en el campo de la Alta Costura? Otros
más imaginativos inciden en la sugestión que sobre una mente enferma haya
podido ejercer la sugestión del canibalismo mágico. Quizás llegó a creer que
absorbiendo partes del cuerpo de su esposa putativa asimilaría su prodigiosa
facilidad para los idiomas. Tenga en cuenta, amigo Brusgsch, que poco después
de los hechos, Latour ya traducía de corrido el Himno Caníbal, algo tras lo que
llevaba décadas. Sugestión y solo sugestión. ¡Olvídese de Gipini! Para
conseguir la dirección del Service des Antiquités le basta con esperar a que la
diabetes haga su trabajo, semanas a lo sumo. Esto es la obra de un loco y
Gipini no está loco. Tan sólo, que se cree Dios; pero si seguimos ese
argumento, Dios está loco. Ji, ji, ji…
Mark Kabis aprovechó
este relajo en la atención que siempre producen las risas para escabullirse sin
ser detectado. También él estaba furioso. ¿Con que Ismet Pachá le había
nombrado para este caso porque es idiota? ¡Ahora veréis! ¿Qué nunca va a
encontrar la pirámide secreta ni al asesino de Marie Latour? ¡Ah, no! ¿Con qué
eso es lo que se dice? ¡Esas tenemos! Ahora van a ver. Se lanzó hacia el
pabellón egipcio; el viejo verdugo estaría en la trastienda. Lo iba a
interrogar sin la menor compasión por más que acabase de recibir el título
turco de Pachá (¡Pachá! ¡Un boloñés con turbante! ¡El acabose!). Podía querer
decir algo… o nada. Ayer, ni durante el discurso del kedive, ni durante la
fiesta árabe que le siguió –danza del vientre, culos en agitación, pedos,
dátiles, eructos-, percibió que Latour tuviese inmunidad alguna. Por el
contrario, Ali Pachá, que era del séquito, le susurró que el residente
británico, lord Duftering, se opone a que un hecho tan monstruoso quede impune.
Parece ser que el common law excepciona la Ley de Dios, que permite matar a la
adultera, si esta es británica.
Kabis entró sin
permiso en el almacén del pabellón, donde el sospechoso solía pasarse las horas
muertas. Ya dentro, advirtió que el doctor Roca estaba pasando consulta,
inclinado sobre el lecho portátil del enfermo. Tamborileaba con dos dedos el
pecho del doliente. El lugar, atestado de antigüedades sometidas a una segunda
decadencia, recordaba la bodega de un barco donde cada metro de espacio es
precioso. Los Latour tenían habitaciones a la francesa en el primer piso con
chinero, almohadas cilíndricas y todo eso, pero una oscura reminiscencia de su
misión vital le llevaba a no despegarse jamás de sus antigüedades. El poli
levantó una ceja en plan interrogativo y esperó la docta respuesta.
—Le concedo diez
minutos o no respondo de su estado.
—Cinco llegarán,
monsieur.
Kabis atacó de
frente. El asunto lo iba a resolver o sí o sí.
—El personal de la
Rest House atestigua que le ha visto comer un corazón y un hígado cocinados a
la egipcia. De eso hará unos cinco años. Y no, no eran de mono.
—Es probable que se
tratase de despojos milenarios destinados al molino de Akmin. ¡La plaga del
azúcar! En fin, quien sabe, quien puede saberlo —arrastraba la voz, más gutural
que nunca.
—Luego fue el turno
de Marie...
—-Eso es absurdo,
apareció amarrada al barco del pobre Von Below.
—No estoy hablando
de ese (que ya está en su elemento), sino de usted, monsieur le Pachá —Vea que no temo su nuevo título—. Es
usted quien se entrega a ritos satánicos. Acaba de confesarlo indirectamente.
—Abandone ese tono,
gendarme.
El policía tuvo
una repentina inspiración. Recordó que, hará unos meses, un turista de Oxford
le había preguntado “¿Dónde puedo presenciar un buen empalamiento?” Para él,
eso, en Egipto, era una típica práctica proctológica. Según esa mentalidad
forastera ¿qué importancia podría tener un pequeño asesinato… en Egipto?
—Es usted Pachá de
Egipto y ya nada le afecta —Con ello Kabis venía a reconocer que, a orillas del
Nilo, el título equivalía al de reina de Inglaterra—. Pero ¿acaso no debe la
verdad a su nueva patria?
—Está agitando al
enfermo —dijo Roca—. Vea ese rostro.
El rostro del Mamur
no tenía nada… nuevo.
—¿Qué basura le ha
puesto? —pregunto Kabis al percatarse de que Roca, con sorprendente rapidez,
acababa de inyectar algo en la vena de Latour.
—Un relajante
muscular para que se duerma. Alcanfort. Vea, la etiqueta...
El doctor acompañó
estas últimas palabras de un furioso parpadeo. Luego, pareció que contaba,
entre labios, dos o tres segundos. De pronto, se llevó las manos a las sienes y
empezó a dar unos saltitos muy simpáticos.
—¡Oh Dios mío, Dios
mío, Dios mío...! ¿Qué he hecho?
—Eso mismo me
pregunto yo ¿qué ha hecho? —preguntó Kabis.
—¡Que equivocación
más tonta! —el doctor observaba el frasco horrorizado. Lo curioso era que lo
miraba por el lado que no tenía etiqueta.
—Hable, hombre,
venga, diga algo.
—¡Deme un maldito
segundo, Kabis! —dijo Roca—. ¡Se lo diré así que me reponga! ¿No entiende que
tengo que asimilar lo que acabo de hacer?
—En este tiempo que
ha perdido ya podía habérmelo dicho dos veces
—¡No quiero volver a
precipitarme!
—La verdad es que se
lo toma con bastante calma, doctor.
—La etiqueta —Giró
el frasco con dos dedos al darse cuenta de su error—. Es de la farmacia de
Luxor. Una vez el farmacéutico me confesó que las etiquetas habían caído a
causa del calor y cuando las volvió a pegar no estaba muy seguro de que frasco
contenía que remedio. Ese color... Me temo que he puesto al paciente una
dilución de mirra en alcohol. ¡Dios! ¡Es lo que se daba a los condenados a
muerte para que no sufrieran! ¡A los moribundos! ¡A Cristo en
—¡MIRRA! ¡La droga
de la verdad! ¡Que desgraciada fortuna!
—Kabis, apiádese de
este moribundo. Cuarenta kilos pesará... un hombre de dos metros. No es él, no
es él. ¡Piedad, piedad!
—¿Hay peligro de que
le dé un soponcio?
—Entendámonos,
médicamente no existe ninguna contraindicación para el más riguroso de los
interrogatorios. Pero no espere de mí que le anime. No es ético, ¡podría
perjudicarse con sus declaraciones! —El doctor expresó su compasión con
sospechosa voluptuosidad. A Kabis se le vino a la cabeza la malévola idea de
que, el galeno, era pariente de Gipini, cuyo regreso para poner orden era un
deseo general. Con el docto profesor a la cabeza del Service, la egiptología
adquiriría características de Epopeya. El Mamur, a la guillotina.
La droga se reveló
de efecto fulminante. A los pocos segundos Latour empezó a revolverse en la
cama, dando muestras de viva agitación. A Kabis los dedos se le hacían
huéspedes, no sabía ni por donde empezar.
—¿Para qué escondió
hace unos meses el cuchillo de obsidiana? ¿Cómo se usa?
—Su filo supera el
mejor de nuestros bisturís. Una sajadura oportuna en al bajo vientre y ¡zas!,
el hígado cae como la ostra que se extrae de su valva. En los flancos ¡zas,
zas! y el riñón…
Kabis se llevó la
mano a la boca, consternado.
—¿A qué sabe la
carne humana?
—Se trata de algo
bastante insípido. Requiere cierto grado de faisandage,
7 u 8 días máximo de putrefacción. ¡Lástima que, al perder su frescura,
desaparezca un resabio a nougat sumamente interesante!
—¡Cerdo!
—¡Usted! (…)
Perdone, agente, no sé qué me pasa. A gorrino no, más en la línea de la ternera
italiana o… ¡Búfala!, eso mismo.
—¿Contorni?
—Cococuqué? Ah, ya,
el maldito italiano. Las cucurbitáceas como la calabaza espesan la textura. Y
algo intenso como el ajo, sin excesos, va bien, pero que muy bien. Ya le he
dicho que es algo sosilla…
—Y dígame. ¿Están
más ricos los egipcios o los franceses?
—Los egipcios van
fatal para la dentadura —jadeó Latour—. El pan que toman tiene arena y eso pasa
a la carne. Es por los molinos de noria: la piedra molar es roca arenisca.
¡Puag, quien se los coma, acabará escupiendo los dientes! ¡Jamás coma egipcio,
créame! Tampoco le aconsejo que pruebe marsellés: destilan aceite rancio. Eso
no quiere decir que el meridional no sea comestible ¿eh? Mire, si quiere darse
un capricho cárguese a un alemán. La carne de Teutón no engorda tanto como
vulgarmente se cree. Con la ventaja añadida para los franceses de que es un
alemán menos. De todas formas, sin despreciar la gastronomía, el motivo
fundamental por el que un hombre educado se comería a uno de sus semejantes, es
por la magia. Espero que haya leído mi Himno Caníbal, que lo haya
entendido. En ese sentido nada más rico que un member de
Aquella declaración
sonó tan razonable que a Kabis le recorrió un estremecimiento hasta la
rabadilla.
—¿De verdad que no
le gustan los egipcios? ¿Y las britano-etíopes?
—Qué horror, se
alimentan de higo chumbo. Jamás. Si le va la carne jugosa, el rosbif de los
humanos es el inglés.
—¿Ha comido muchos?
—quiso saber Kabis.
—¡Oh!, sólo con
dulzura…
—¡Al coronel
Amstrong! —dijo el policía en un impulso.
—Aún tengo el sabor
aquí —se señaló la punta de la lengua—. Ese dulzor acidulado del negro animal,
ñam, ñam… Si no sintiese amenazada mi tranquilidad, se lo confesaría sin
problemas, detective. Naturalmente no estoy reconociendo el haberlo hecho, soy
un francés civilizado, no un cavernícola. Dicho esto, pongo freno a mi chorro
verbal, tenga en cuenta que me siento algo atolondrado y que, de mis palabras,
podría usted concluir que he dicho lo que no quiero decir.
La respiración de
Latour empezó a hacer pitos.
—Estamos fatigando
al paciente —previno el doctor—. Desgraciadamente, usted tendrá que proseguir o
sí o sí con su cruel labor policial. ¿Qué tal si le inyectamos algo
fosforescente, a ver qué pasa?
No.
—Quién estaba más
rico, ¿el coronel o su hija?
Los pitos subieron
de volumen. Aquello era el expreso de Ostende.
—Le he dicho mil
veces que yo no maté a Marie. La amaba ¡me oye! Todas las mañanas le ponía un
nardo fresco en un tubo de ensayo. Piense, Kabis, piense, utilice su inmenso
volumen capital. ¿Por qué razón confesaría que el padre se metamorfoseó en
azúcar y, al mismo tiempo, me negaría a reconocer que la hija hizo rápida
transición al estado de momia? Lea mis labios: no-maté-a-Marie.
—Escuche señor
Latour —dijo lentamente Kabis—. La humanidad va a pensar que Gipini tradujo el
Himno Caníbal para usted. ¿Cómo explicar si no que llevase años trabajando en
ello sin resultados, y que, tan pronto llega el profesor, la cosa se convierta
en un juego de niños? Descanse su conciencia, confiese, ¿fue así?
—No sea insolente,
gendarme —Latour temblaba de pura cólera—. A mí no me llama usted analfabeto.
¡Yo he mamado la egiptología antes que ese buñuelo hinchado de viento del que
usted habla supiese siquiera lo que es una pirámide!
—No soy yo el que le
presiona y lo sabe. Es su propia intuición. Usted mismo se da cuenta que los
historiadores relacionarán la traducción del Himno Caníbal con la llegada de
Gipini. Quedará usted como un mindundi. ¡Atrévase a dar otra versión! ¡Qué más da,
ahora, ya!
Sus lentes globosas
negras apuntaban a un lado y a otro, como una especie de faro del fin del
Mundo. Un lobo atrapado en la empalizada. No le importaría la cárcel, no el
deshonor. Pero el Juicio de la posteridad, sí.
—Me comí a la etíope
—dijo— para absorber su Don de Lenguas.
¿Era eso lo que quería oír, verdad? Que no salga de aquí: de la quinta catarata
para abajo, todos caníbales. Somalíes, Etíopes, Masáis, Cafres, Olimacs...
Tutti quanti. Pero si no la hubiera sorprendido en el barco alemán, rumbo a
Alejandría, donde había tomado un pasaje para Francia, le juro que no hubiera
pasado nada. Mi intención, lo juro, era tener una conversación civilizada para
ponerla frente a lo absurdo de su actitud. Se puede decir que no la toqué. Fue
ella la que precipitó los hechos: tuvimos un intercambio de pareceres
especialmente intenso. ¿Cayó al agua? Encuentro injusto que venga a formularme
esa cuestión a estas alturas. He perdido piernas, he perdido sueño, he perdido
apetito, he perdido memoria, he perdido pie en este pantano de inmundicia.
Podría incluso admitir que hubo bofetadas, un par, quizás cuatro; nada que no
ocurra en todos los matrimonios. ¿Está seguro de que Marie aterrizó en el agua
después de recibir un par de guantazos? ¿No querrá decir un buen rato más
tarde? Afirmo que mi desembarco fue bastante airado y sin mirar atrás, como la
huida Lot sin volverse hacia la viciosa Sodoma. ¿Estaba ya en ese momento Marie
bebiéndose toda el agua del Nilo? Ni aunque quisiera, se lo podría confirmar:
de día, mis ojos amaurósicos solo ven sombras; de noche, ni eso. No descarto
esa posibilidad, siempre que estemos hablando de un pediluvio muy silencioso.
¿Empujada por mí, por su propio pie, desequilibrada por la ola de un barco? Cuando
un anciano entra en esta fase, es inútil formularle cuestiones complejas. Yo no
lo sé, ustedes no lo saben, nadie lo sabrá jamás.
En fin, supongo que lo que en el fondo quieren
ustedes de mí, monsieurs Roca, Kabis, es que les diga como la vacié, como me la
comí, como momifiqué las sobras. Lo que fuera que ocurriese, no ocurrió con mi
conocimiento. Supongo que me desmayé o que perdí la razón o que sufrí
alucinaciones. ¿Es posible que tras tantos años haya interiorizado el Libro de
los Muertos? ¿Que lleve a cabo de manera automática las manipulaciones
prescritas para los cuerpos exangües? No sería del todo imposible si
estuviésemos hablando un viejo cuya mente fuera un foco inconsciente de
alucinaciones y pesadillas. Lo que pasa es que cuando me pellizcan, me duele.
Cuando me pinchan, sangro. ¿Quiere ahora que le cuente como se maneja el
cuchillo de obsidiana? Una fantasía del estilo de “se me apareció Anubis, el
dios de cabeza de perro, y él condujo mi mano”. ¿De verdad quiere que le cuente
algo así? A lo mejor ahora soy yo el que tiene el Don de Lenguas y me convierto en el Espíritu Santo en forma de
paloma y defeco una lengua de fuego encima de los Apóstoles. Su nombre
cristiano es Marcos, ¿no es así, polizonte? Espero causarle con mi llamita
serias quemaduras en ese cabezorro, a ver si se lo arreglo. ¿De verdad piensa
que me tomé de aperitivo al coronel y de postre a la hija? ¿Eso cree? Me habían
informado de que era completamente idiota, pero es difícil hacerse una idea de
hasta qué punto… Cof, cof, cof...
—¡A la de tres lo
deja en paz, Kabis! —dijo Roca—. ¡A la de una! ¡Dos! ¡Tres menos cuarto! ¡A la
de tres menos diez! ¡A la de…! —dijo Roca que hacía como que miraba el
cronómetro, pero sin extraerlo del todo del chaleco.
—Sólo una pregunta.
La pirámide de marras ¿es la de Unás? ¿A que se debe que nadie fuera capaz de
dar con la entrada?
—Por supuesto que es
la de Unás. ¿Acaso hay otra por allí? —se refería a las cercanías de la Rest
House—. Nadie ha sido ni será capaz de dar con la entrada porque esa mole es
maciza: pura piedra. Y al mismo tiempo es cierto que contiene los textos caníbales...
cof, cof, cof...
El policía se
masajeó la frente, intentando resolver aquel acertijo. Pero, aunque a si mismo
no se tenía por tan torpe como afirmaba el vulgo, no acertó con la solución.
—Adiós, Kabis —dijo
el doctor—. Como ve el hombre está completamente loco. Nada de lo que ha
apuntado en su cuaderno puede alegarse ante un tribunal egipcio.
—No. Sí. Es
probable. Bueno, adiós.
—¡Los dos! ¡Fuera de
aquí los dos! —tronó el permanente moribundo.
Antes de retirarse a
su alojamiento, el Hotel de los Grandes Hombres, Kabis echó un vistazo a la
correspondencia. Había un cable sellado SASA: era de Makrizi “... ayer por la tarde compareció un
estibador. STOP. Hasta ahora no se había presentado porque temía los
bastonazos. STOP. Pero como los ingleses han visitado un par de veces el barrio
portuario, ha optado por acogerse a nuestra civilizada protección: Britania
prefiere el gato de nueve colas. STOP. La sucesión de los hechos, según él, es
la siguiente: se escucha un alarido desgarrado, sin pausas, a cosa de las tres
de la noche (por supuesto el testigo dice: a la hora en que pasa el barco tal o
el barco cual). STOP. Luego, en una secuencia que se inicia sobre las cinco
(paso del vapor-correo), y concluye al amanecer (1º llamada a la Oración) se
producen diversos acontecimientos que el testigo es incapaz de sincronizar,
pero de los que hemos podido restablecer el orden. STOP. 1) Salpicaduras
¿caída?; 2) un hombre (¡No!, dijo “una persona”. ¡Podría ser mujer!), provisto
de un largo bichero “pesca” un bulto en el agua; 3) transcurre un lapso de
tiempo indeterminado pero sustancial; 4) las gaviotas picotean en superficie
tripas y esas cosas; 5) alguien -el mismo de antes u otro/a- amarra un cable al
fardo; 6) lo arroja al agua. STOP. ¿Quizás la perra cristiana se suicidó y
después alguien profanó el cadáver? El problema es que el testigo se
contradice: afirma haber escuchado “alaridos”, en paralelo al primer chapuzón
(el de las 3), pero, respecto del segundo, se empeña en hablar de aullidos y
ladridos, asegurando haber escuchado unos y otros. STOP. No haga mucho caso; le
rompimos los pies a bastonazos y no volverá a andar. STOP. ¿Habló él o el
miedo? Me pregunto si algún día sabremos la verdad. STOP. Makrizi. SASA”.
El Expreso de
Boulogne tarda unas dos horas en el recorrido. Kabis hizo el viaje asomado a la
ventana de guillotina para combatir el calor de finales de agosto. Estaba harto
de esos bocazas que repiten como loros: “¡Bah!, ustedes los egipcios están
acostumbrados a la canícula”; de buena gana los dejaría una noche a bajo cero
en el desierto, bajo la luna de enero. Una carbonilla que le entró por un ojo
le tuvo ocupado la mayor parte del trayecto. Sólo a partir del momento en que
el revisor recorrió los vagones gritando “Boulogne, media hora, Boulogne, media
hora” se entregó a una seria reflexión sobre el motivo de su viaje. Que por
otra parte estaba muy claro: agotaría las posibilidades y luego cerraría el
caso. Dicho de otro modo, había que dejar establecido sin ningún género de duda
que la obsesión psicopática de Latour por asimilar el Don de Lenguas de su sabia cónyuge, había sido el móvil del crimen.
Rebuscaría en los viejos papeles de Latour que un becario estaba clasificando
en su casa natal, rue de la Balance, Boulogne-sur-Mer. “Será el último eslabón
de una investigación bien hecha”, se mentía, a pesar de que, en su memoria,
algún dato difuso pugnaba por decirle...
—Aquí hay algo que
no encaja.
Para luego
contestarse de corrido:
—La clave tiene que
estar en el barco alemán. Habiendo un germano en la pomada, carece de sentirlo
descartarlo como culpable. Siempre son ellos.
Rue de la Balance,
13. Era un portal muy usado, pero no antiguo, con un llamador de bronce en
forma de pata de gallo. Al apoyarse en él, la puerta cedió. Había dos
habitaciones polvorientas y ni rastro del estudiante. Entró en la que parecía
el despacho: había una mesa forrada de papel de periódico, un sofá tapizado en
simil-seda rosácea, y un penetrante olor a sudor rancio. De la rue de
Cuando recuperó la
consciencia la cabeza le dolía, como si llevara encima media docena de bleus. Tenía sangre en los ojos y las
manos atadas a la espalda. Tanteó: estaba atado a la argolla de las
caballerías. “Vaya, estoy en una antigua cuadra. ¿Quién es ese?”
Kabis escuchaba sus
propios jadeos. Mientras, los recuerdos acudieron a su mente. “O sea que éste
es el famoso estudiante de Latour. Concuerda. Al Mamur le gusta coleccionar
razas egipcias: nubios (los morenos de Egipto), griegos, beduinos, británicas,
absinios... ¿Por qué me habrá golpeado? ¿Me matará? (...) No, no creo. Lo
hubiera hecho ya”.
—Ahora tengo que
matarte —dijo el estudiante—. Los jueces franceses no castigan bastante el robo
de secretos arqueológicos.
¿Robar yo? ¿Lo qué?
¿Acaso se esconde aquí el Secreto de la Pirámide? Y por qué piensa que yo... No
tiene ni idea de quien soy. ¿O sí?
—Soy el mejor amigo
egipcio de Latour —mintió Kabis—. El Mamur quedó en París con un ataque
diabético, pero me ha encomendado que venga aquí a visitar su casa. Mi nombre
es Hamzaöui ¿podrías desatarme la mano para estrechártela?
El nubio no
reaccionó. Miraba alternativamente al cráneo de Kabis y al ushabti que
enarbolaba.
—Hamzaöui —repitió
Kabis. Esbozó su mejor sonrisa y aún machacó—: Mi nombre es Kabis Hamzaöui.
¿Cómo te llamas tú?
—Poilay —dijo
clavando en Kabis unos ojos inquisitivos. Asió con fuerza el ushabti de negra
obsidiana, echó atrás el brazo que lo empuñaba y… el miembro tembló,
indeterminado sobre qué partido tomar:
—Nunca he tenido que
matar a una persona, ¡merde! ¡Se va a poner perdida la maldita tapicería de
Latour! ¡Dios! ¡Los sesos, los pringosos sesos!
“Tengo que conseguir
que se calme. Está tan asustado como yo”.
—¿Desde cuando estás
en Francia?
—Un año... y no
creas que no me doy cuenta de que quieres distraerme.
—No, supongo que no
me lo creo. Mátame si quieres, no lo puedo evitar. Yo sólo soy un pobre
ayudante del Mamur que no entiende más que de excavaciones. Cometes un error,
no soy quien dices.
—¿Me das tu palabra
—dijo el estudiante— de que no me morderás la nariz si te registro?
—Haz lo que quieras,
pero mi nombre es Hamzaöui. Te lo repito: Kabis Hamzaöui. Soy una persona de
paz.
Poilay registró la
americana de mezclilla de Kabis. Luego se fue hasta la mesa y puso allí los dos
papeles que sacó de la billetera.
—Un billete
París-Boulogne-sur-Mer... sí, es cierto, vienes de París. Este otro... mmm... “Nº 2352.-CARTA PERPETUA.-Esta carta da
derecho a entrar en la plaza del Campo de Marte así como en cualquier lugar de
—¡¡¡Te lo dije!!!
¡Kabis Hamzaoui! —gritó Kabis—. Venga desátame rápido y no le diré nada al
jefe.
—¡Dios mío, perdona
el mal rato que te he dado! ¡Desde ahora soy tu hermano! ¡Abrázame, hermanito!
—Preferiría utilizar
los brazos para hacerlo.
El joven resolvió el
asunto con un abridor de cartas afilado como una navaja española. Luego exclamó
entre sollozos:
—¡Por fin! Llevo
siglos esperándote, Hamzaöui. Toma: la Confesión Póstuma de Latour para
el Notario Tom Weber de París. Cerrada y lacrada. Así es como la quiere: ni se
te ocurra abrirla. Se la muestras a él para que la apruebe y luego la llevas al
notario Weber en Place Vêndome.
La primera intención
de Kabis fue arrojar el sobre lacrado a la papelera, tan pronto se hubiera
deshecho del loco. Pero al ver la forma en que Poilay alzaba los hombros con
orgullo, simplemente se paso la mano por el pelo con aire interrogativo. Si
Latour hubiera querido hacer una confesión ¿porque no la había escrito
personalmente y la había llevado él -o su hija-, personalmente, al notario?
¿Eh? ¿Eh?
Kabis captó una
mirada de refilón del moreno, una leve inclinación de cabeza. ¡Aquel robusto
guardián espiaba sus pensamientos!
—Parbleu, no sé como
explicarlo. A ti te parece fácil escribir a mano, pero la del Mamur tiembla
todo el rato. Ilegible. Ha creído conveniente que yo pasase a máquina el
manuscrito escrito con su peculiar caligrafía que sólo yo soy capaz de
entender. Es lo que tiene haberse quemado los ojos con docenas de millares de
sus folios…
—Me gustaría saber
qué clase de máquina de escitura es esa.
—La bola de escribir
de Halling, 1º premio en la Expo de París. Se lee como letra de imprenta. Cien
francos que cuesta el aparatito, pero para él amo es importante la posteridad.
En el tren de
vuelta, Kabis buscó un departamento solitario. Encontró uno en el que había una
mujer que tenía los labios pintados y un vestido rojo vivo: le enseñó su placa
y le dijo que pertenecía a
Memoria testamentaria. Para ser anexada al
testamento de François-Auguste-Latour.
Yo, F. A. Latour, ordeno al notario Thomas
Weber que esta Confesión Póstuma, no sea abierta y dada al público hasta
transcurridos doscientos años de mi muerte. Sigue la firma: F. A. Latour.
Al llegar a este
punto a Kabis le acometió el tic de la pierna derecha. Estaba nervioso. ¿Tenía
derecho a hacer lo que iba a hacer? ¿A violar las instrucciones de un
moribundo, nom d´un chien? Sí, sin duda ¿acaso debería permitir que más
personas fuesen cocinadas con ajo, cebolla y calabaza? A un policía de raza no
le importa lo que un pretendido erudito piense que puede o no decirse de sí.
Siempre que actúe como un sabueso, al que solo le interesen las pruebas y los
testimonios, nada le afectan a él ese cúmulo de miserias que constituyen el
zumo de la psiquis humana. A un policía sólo debe preocuparle el dejar resuelto
o no un caso; si mirando hacia atrás observa un reguero de cadáveres debe
considerarlo paisaje más que otra cosa. Cascó los lacres sirviéndose de la
ventana de guillotina y se puso a leer tan tranquilamente:
YO POILAY DIGO que los escuetos hechos son
los siguientes:
En Asuán fui contratado por el Mamur que me
dijo que no tenía ningún estudiante de mi raza en su colección. Tras años de
estudiar el idioma jeroglífico en los mejores tratados —de la Lettre à M.
Dacier (Champollon) a Mariette, Maspero, Flinders Petrie, etc. — me puse con
los cuadernos pictográficos en que mi jefe había documentado sus hallazgos. Y
no entendí un solo fonema. Como no me tengo por lerdo, frecuenté a hurtadillas
la Escuela Alemana. Al cabo de un año más, traducía cualquier jeroglífico de
corrido. Enterado de ello el Mamur me envió a Francia con el encargo de que
corrigiera el resto de sus trabajos.
Boulogne-sur-mer. Armado con semejante bagaje
documental, pronto caí en la cuenta del misterio. ¿Por qué el Mamur no era
capaz de traducir los idiomas dinásticos (jeroglífico, hierático, demótico) a
pesar de haberlos estudiado como ninguno? Cuando tuve a la vista todos sus
papeles de juventud, la verdad cayó madura ante mis ojos.
Los hechos parecen de ópera bufa por más
ciertos que sean. En 1842 falleció Nestor L´Hôte, un lejano primo de Latour y
su padre, Paulino Latour fue el encargado de clasificar sus papeles. Nestor
había sido el dibujante de la expedición francesa de Champollion y Rosellini al
valle del Nilo. Este fue el origen de la vocación egiptológica de Latour. En
ese momento asumió la tarea de entender los antiguos jeroglíficos. Para ello
tuvo que valerse del único libro que había en Boulogne: La Descriptión de
L´Egipte, publicada por la expedición de Napoleón, se
convirtió en su libro de cabecera. Lo que pasa es que ese libro era anterior al
desciframiento de los jeroglíficos y los dibujantes habían introducido SIGNOS
DE FANTASIA. Al mismo tiempo el sarcófago que monopolizaba su atención en el
museo de Boulogne había pertenecido a Vivant-Denon, miembro de dicha
expedición, quien restauró algunas ausencias con JEROGLIFICOS IMAGINARIOS,
absolutamente incomprensibles, ya que el tampoco conocía el arcano lenguaje.
Latour que no sabía aquello se aplicó con todas sus fuerzas a estudiar unos
JEROGLIFICOS APÓCRIFOS. Ya fue cosa de su cabezonería el haberse pasado la vida
intentando aplicar sus falsos conocimientos a la realidad, la cual se negó a
dejarse adaptar. Una vez detectado el problema me fue fácil redactar un
diccionario doble Latouriano-Jeroglífico-Latouriano que envié a finales de
marzo a Egipto. Tan pronto lo tuvo en su poder el Mamur tradujo el Himno
Caníbal en menos de una semana. Firma: Poilay.
YO F. A. LATOUR DIGO que el objeto de este
codicilo testamentario es el lavar mi memoria del pretendido asesinato de mi
compañera Marie Latour. Yo no la maté materialmente, fue la Ley, la ley de la
gravedad. El móvil que se me ha achacado -tragar su Don de Lenguas- es absurdo ya que, según se deduce del testimonio de Poilay, yo ya
estaba en disposición de traducir textos egipcios. Si no rebatí la acusación en
su momento fue por la vergüenza que me daba reconocer que me habñia quemado las
pestañas estudiando Jeroglíficos de Fantasía. Un erudito prefiere ser
sospechoso de asesino que de mal egiptólogo. Doscientos años después levanto el
velo guiado por mi deseo, como historiador, de que la verdad permanezca.
Sella, signa, firma y rubrica: F. A. Latour.
Excelente. Hasta ahora, no había averiguado nada que valiese la pena. “Bueno, nada de nada, nada, entendámonos”.
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